Cuando abracé el vacío de la noche.

Hace poco en un delirio,
caminé entre los bosques
y entre ríos y matorrales,
y poco a poco me fui helando.

Primero fueron los capilares
los que dejaron de sentir,
luego las cuatro extremidades,
luego el pecho; luego fin.

La cabeza me temblaba, dolía
y no dejó de entumecerse.
Los labios morados probaron el hielo
de la saliva congelada al nacer.

El cielo cayó como una emboscada
sobre mi pobre y tierna piel,
hasta que no dejó de ella
ni los huesos que la aguantaban.

Cuando abracé el vacío de la noche
al rato lo llenaron las estrellas,
porque si miras entre ellas
como por arte de magia aparecen más.

Y en un triángulo de estrellas
había una que se retorcía
como rabiosa entre otras dos;
como agarrada a dos cadenas.

Un resplandor en el borde del ojo,
y pareció derramarse el cosmos
sobre ese techo que me envolvía
y me acunaba entre sus brazos.

No hubo por qué temer la noche;
alumbrado por esa brillante jauría
que desterró toda la pena.

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